Belfast es la clase obrera. Por eso, inicia y termina en sus grúas, Sansón y Goliat. Pero Kennet Branagh abre los planos, los contorsiona y los filma de mil y una maneras, porque, para él, la ciudad en donde creció también es eso, una ciudad digna de contemplación. Entonces, entramos al blanco y negro.
En una transición práctica y bella, del presente viajamos a 1969, a una calle donde Buddy (Jude Hill) –“amigo” en inglés- y su familia protestante viven junto a vecinos católicos. De la lucha fantasiosa contra dragones pasamos a la lucha real contra los protestantes que incendian todo a su paso. En un par de minutos -y con un fantástico uso de la cámara lenta a 360º- la calle exhibe sus dos caras. A partir de ahí, en el fuera de cuadro flota un no sé qué propio del agitamiento social de la época.
Detalle: padre (Jamie Dornan), madre (Caitriona Balfe), abuela (Judi Dench) y abuelo (Ciarán Hinds) no tienen nombre. Otro detalle: la religión se muestra como cosa inocente o de gángsters, no existencialista. Ya dejan de ser detalles: Branagh logra incluirnos. Su grupo familiar, su ciudad, su coming of age es el de todos. Al menos, el de toda persona bien tratada en su infancia.
Generalización al margen, lo que importa es que, aquí, la calle es vida. Figura, fondo y ocupación de espacios están tratados con suma preciosidad, mientras las voces que surgen literalmente de aquí y alla (los gritos, la algarabía) dominan muchos pasajes del viaje de Buddy. Incluso, a veces es difícil situarlo en la escena. Dirección y fotografía consiguen hacer de la ciudad un protagonista paralelo a él. No hay fusión, sino contundencia.
Branagh da un paso más allá y, como si quisiera hacer un minihomenaje narrativo a Cinema Paradiso (1988), rescata cine y teatro como valores esenciales. Por eso están a color. Por eso, A la hora señalada (1952), Viaje a las Estrellas y Cuento de Navidad navegan el fondo de la cuestión, unidas a las paredes de ladrillos, el viaje a la Luna y las barricadas. Los westerns se replican estéticamente en, por ejemplo, la protección que ofrece el padre de Buddy en uno de los disturbios callejeros.
Las influencias de la imagen no son solo réplica: la acertada elección de una iluminación completamente natural y el manejo de la profundidad de campo giran en torno al trabajo de Gregg Toland, director de fotografía de Ciudadano Kane (1941) e innovador en el uso de la luz. Hay mezcla de naturalidad y figuras -y figuraciones- fantasmagóricas. Todo adquiere un tono justo de teatralidad, con una edición que siempre queda cómoda y el añadido de la maravillosa expresividad de Hill en sus primeros planos.
Cuando no hace falta, el director reafirma su intención con las conversaciones: ya sabemos que Londres es la Luna, ese viaje tan difícil de concretar, pero igual nos lo impone. Tampoco logra escapar de algunos callejones donde “todo estará bien”, “lo podemos arreglar” y “quién eres tú” son ley. Aun así, en uno de sus actos más inteligentes, entrega un blanco y negro que permite completar la idea con nuestros propios colores, aquellos del recuerdo.
Y nos permite ver progreso. Lo oímos en las canciones de Van Morrison, melancólicas pero agradecidas. Mezcla de country y blues, acompañan travesuras, romances, familia y vecindad. Es algo que nunca termina, a pesar del enfrentamiento religioso o las deudas económicas. Le sigue el discurso que el cura local hace del “camino correcto” (que nunca terminamos de ver, porque, ¿cuál es el verdadero camino? ¡Bien, Branagh!). Hasta la muerte es natural, en vez de un punto de quiebre.
Esa no-nostalgia también se ve en la voz frente a cámara de Dench y en el texto del final. Es francamente contemporáneo, porque en Belfast la división protestantismo-catolicismo sigue en pie y hay un resurgir de la violencia a partir de la influencia del Brexit.
Belfast parece haber sido filmada en esa época, incluso con su carácter de rodaje digital. Sin recuerdos insólitos, originales ni altamente creativos; sin conflicto central, podemos llevarnos trazos de los que está hecho el viaje interno y externo de la vida.
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