A 27 años del lanzamiento del videojuego Fallout -y nueve años después de su último capítulo-, su serie homónima llega para, con una historia completamente nueva, lanzarnos esa distopía atompunk que tanto éxito cosechó en computadoras, consolas y dispositivos móviles.
En un retrofuturo donde la tecnología se asemeja a aquella de los años 50 (o, mas fácil, a aquella de Los Supersónicos), la Gran Guerra estalla y las bombas atómicas caen por doquier. 219 años después, la humanidad transita sus días como puede mientras que, bajo la tierra de Estados Unidos, los refugios nucleares de la misteriosa compañía Vault-Tec contienen a miles de supervivientes. En este marco, Lucy (Ella Purnell), Maximus (Aaron Mooten) y el Necrófago (Walton Goggins) llevan adelante esta especie de road serie en la que, por diferentes motivos, una cabeza cortada (la del ex Lost, Michael Emerson) se torna fundamental para el futuro de la humanidad.
Gracias a las posibilidades de su propio paisaje, los juegos de Fallout siempre brindaron una aventura distinta en cada episodio. Y aquí no hay excepción. Además, cada protagonista entiende el mundo desde su bando, porque Lucy nació en uno de los tantos -y alegres- refugios nucleares, Maximus pertenece a los soldados de la Hermandad del Acero y el Necrófago es uno de los tantos mutantes que presenció el inicio de la guerra nuclear.
Entonces entramos en ocho capítulos que tratan de edificar un viaje y de comprometer al espectador con sus personajes, en especial con Lucy, que por encima de todo quiere encontrar a su padre raptado (Kyle MacLachlan). El problema es que, casi sin quererlo, también introduce la mecánica de un videojuego en una narrativa tradicional: todo se siente muy armado, estático, a la expectativa de algo que va a venir y nunca llega (ni amenaza con llegar). Al espectador se le encarga la tarea de unir hechos, lugares y comportamientos. El posapocalipsis queda como una maqueta que ofrece la metáfora de las clases sociales y no mucho más.
La constante son las set pieces, con batallas, revelaciones sin chispa, algo de gore y enfrentamientos de tú a tú que muestran personajes secundarios bastante planos. Y si uno transforma el vasto universo de Fallout en breves escenas preestablecidas…
No obstante, hay un excelente diseño de producción que combina elementos de casi todos los Fallout, desde el primero hasta el New Vegas. Entre desiertos, refugios y ciudades destartaladas, la serie capta muy bien los entornos de un videojuego que, entre 1997 y 2018, evolucionó desde la desesperanza marrón hasta la aventura multicolorida (siempre con su particular humor negro). Hay buenos contrastes a partir de la elección de color, así como desde la calidad de sus efectos o la desolación de los paisajes.
El fan service está bien distruibido porque no se apresura en mostrar sus cartas. Más que guiños, son las acciones, los objetos y la música los que ganan. Allí están las chapas de botella como moneda de este nuevo mundo, las computadoras retrofuturistas, los robots de servicio, las servoarmaduras, el Vault-Boy y más piezas que interactúan en menor o mayor medida, pero cuya presencia también está fuera de cuadro.
Amazon tenía servida una maniobra sencilla: debía ser fiel al fondo de los juegos mientras creaba nuevas figuras. Lo hizo. Luego, debía dar una vuelta de tuerca para alcanzar el nivel de otros exponentes del género… Y algo le faltó.
Si vemos a la serie de forma estricta, es decir, independiente de su origen, hay virtudes en la comunicación de un mundo y sus ideas. Si la adosamos a lo que representa el videojuego, carece de las motivaciones esenciales: la supervivencia a toda costa, la omnipresente sensación de hostilidad y las facciones y criaturas que moldean cada territorio.
Los últimos compases aceleran un poco la cuestión, pero sirven más de excusa como gancho para una segunda temporada que una redención narrativa. Así, Fallout termina siendo una inteligente adaptación de mundo a la vez que una trampa interpretativa, donde importa más el suceso y los supuestos misterios que el conflicto humano.
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