Crítica: Mank

Por Emilio Gola

¿Cómo atacar múltiples frentes? ¿De qué manera resolver y mostrar los avatares de un personaje (no tan) histórico para ayudar a comprender su esencia, si es que algo así puede existir? David Fincher lo intenta en Mank, un film que, de la mano del guion de su fallecido padre, Jack, retrata la vida de Herman Mankievickz, guionista ganador del Óscar por Citizen Kane (1941).

 

Mank (Gary Oldman) tiene un pariente guionista, cuya primera escena imprime su fastidio por no poder ser el escritor que quiere. “Siempre soy la promesa”, resume su imagen. Y esto no es una prueba de lo que sucede con otros personajes, sino que es lo que ofrece Mank a lo largo de sus dos horas, una promesa.

Mejor explicado: Fincher hizo una buena película que simula una especie de La Dolce Vita (1960) combinada con diálogos ingeniosos e ingenuos a la vez. Referencias explícitas a Shakespeare y Cervantes -y al propio film dirigido por Orson Welles– se entrecruzan con referencias aun más explícitas a los productores Louis B. Mayer (cabeza de la Metro-Goldwyn-Mayer) e Irving Thalberg y el magnate de los medios William Randolph Hearst, figura en la que se basa Ciudadano Kane, guion que, a su vez, quiere aparecer como ítem fundamental en el film de Fincher.

 

Sin embargo, decimos “quiere” porque no hay demasiado interés en contar el trabajo con el guion de Ciudadano Kane. Lo que al principio asoma como un rally de entusiasmo, fondos hollywoodenses, escenas de (buen) corte teatral y una relación pasiva-agresiva con un Orson Welles (Tom Burke) devenido prácticamente en diablo, se convierte en una especie de pista de hielo donde todos los personajes tratan de mantener su postura.

 

Es raro es ver figuras planas en una película de Fincher, pero esa es la visión que dan, como si todo el tiempo anterior hubieran estado aparentando cambios. Incluso el buen Oldman reitera sus gestos y parece embriagarse con su propio cometido, si bien su interpretación de guionista que mata moscas mientras escribe postrado en cama por un accidente automovilístico, o irónico en relación al resultado de la Segunda Guerra Mundial, logra combinarse de buena manera con el ritmo del jazz que sirve de background al 90 por ciento de la producción.

 

La política, que hacia la mitad del film emerge como quien no quiere la cosa, es un tema interesante que tampoco consigue conectarse con las vicisitudes de Mank. O sí, un poco: el suicidio de un amigo, el manejo de la propaganda partidaria vía celuloide, la hipocresía histriónica de Mayer (Arliss Howard) que llora en un funeral o ante sus empleados por el sueldo que “debe” recortarles, para luego dejar su pañuelo en la calle o preguntar si “estuvo bien”.

Por otro lado, el control estético está limpio de cualquier plano extra o intenciones que se vayan de las manos (como una máquina demasiado controlada, tal vez por Netflix). Dentro, las conversaciones fluyen y envuelven, y asistimos a algunas escenas que reafirman el pensamiento del protagonista y de quienes lo rodean. El drama llega a ser la ideología del resto, y el espectador encuentra refugio en un Mank irreductible.

 

Todo eso está muy bien y es lo que se espera de Fincher, ¿pero el resto? Blanco y negro, sonido como por un tubo y planos fijos o ángulos espectacularmente inclinados que sirven como homenaje a aquellas películas de la época dorada de Hollywood y, tal vez, a Mank, que no puede dejar de opinar como si el mundo fuera un juego de cinismos permanentes (algo igualmente fiel al personaje real).

 

Más aún: la trama está repartida en fragmentos, con esos fade out en negro que reflejan los films de los 40 y 50, y con sobreimpresos que emulan la forma de un guion: “Exteriores, estudios MGM, 1934 (flashback)”. Este juego es bello al comienzo, agotador una hora más tarde, inservible hacia los últimos minutos.

 

Que la vida de una persona puede asemejarse a una película, es cierto. Que Mank fue un hombre más o menos así, como lo sugiere Oldman, de acuerdo. Pero si el cine es correlación de factores para llegar a un mensaje o discurso final, entonces el de este estreno de Netflix es difícil de hallar entre los cocteles de magnates, las reuniones ejecutivas, las elipsis y la mirada del genial Charles Dance en su rol de Hearts, que escudriña, habla y habla… y no concluye. Lo mismo que ocurre con Marion Davies (Amanda Seyfried), hija de Hearts.

 

En este ida y vuelta de estructura y contenido, la marca de Fincher es clara y -repetimos- buena, pero se va diluyendo con el paso de los minutos. Incluso llega a tener destellos de pretenciosidad y un cierre que se asemeja más a las biopics del montón que a la historia de quien escribiera una de las películas más famosas de todos los tiempos.

Se trata, en fin, de un clímax constante, como si la emoción del tráiler o el rodaje se hubieran transmitido con poco refreno a la pantalla. Es un ejercicio de cine lindo, dinámico y viajero; pero es, también, el fallo del estilo al querer tratar una vida como una estatua cuyas piezas están dispersas y se unen de ratos.

 

Como bien dice Mank en un pasaje, “no se puede abarcar la vida de una persona en dos horas, solo se puede dar la impresión de ella”. En este caso, la impresión dura lo que dura. Luego, la imagen se torna tan distintiva como borrosa, como Rosebud en la mente de Kane.

 

🤩 Lo mejor: Gary Oldman y sus momentos de expresividad.
😒 Lo peor: un modo estilístico que se queda en el homenaje.

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