Casi una historia dulce, casi una trama en viñetas, casi lo que quiere lograr… Licorice Pizza disfraza su intento en un envoltorio de ternura (no tan) adolescente cuyas partes no tienen problemas en desparramarse.
Paul Thomas Anderson (Magnolia, Petróleo sangriento, El hilo fantasma) nos quiere meter en los 70, con una historia de amor y crecimiento entre Gary Valentine (Cooper Hoffman) y Alana Kane (Alana Haim). Una bomba literal, una broma en el baño de un colegio secundario, inicia la especie de road movie que no sale de la colorida comodidad de Los Angeles. Pero no es un conductor del drama, una metáfora ni un llamado sutil de atención de una época que vivía entre Guerra de Vietnam y crisis del petróleo. Es un gesto, como cuando Gary grita “¡es el fin del mundo!” al ver la fila de autos interminables en la estación de servicio.
La calidez de la primera secuencia quiere volver en aquella y otras frases o planos secuencia, pero ya no es posible, pese a las buenas actuaciones debutantes de Hoffman (hijo del fallecido Philip Seymour) y la música Alana Haim.
Gary desea a Alana, pero la chica quiere asumir sus 25 años y no enamorarse de adolescentes. Él la deja ir, Alana vuelve. Ella se enoja, pero Gary está siempre ahí. Lo que aparenta ser una Annie Hall (1977) de la modernidad se disuelve tras la primera media hora, porque los protagonistas pasan, a veces, a ser secundarios. Y así, todo es más difícil. Y, por eso, la bomba del comienzo termina siendo pura agua fría.
No es que haya una pretensión desmedida: Anderson sabe cómo manejar la cámara, cómo llevarnos del diálogo casual a la locura del esposo de Barbra Streisand, Jon Peters (Bradley Cooper), a la extravagancia del inefable Tom Waits y el oscuro Sean Penn, o a la perversión de una mánager que pretende encarnar la idiosincrasia del Hollywood de los 70. Pero es una fachada: la historia empieza, continúa y termina en la adolescencia, y no una que reviente de madurez cuando llega al final.
Como las camas de agua y los pinballs que vende Gary, o como la sensualidad repentina de que es capaz Alana, la película flota y retoza en arcos que tratan de ofrecer personalidad, pero terminan en el gusto de la escena por la escena misma.
Si nos quedamos con el color y los cuerpos imperfectos de los personajes en vez del discurso, claro que Licorice Pizza deja entrever cierta luz. Lo malo es que se prende y apaga, al igual que el misterio de un Gary que, a sus 15 años, ya es dueño de negocios, actor y fumador. Alana queda reducida a una mujer sin claridad en su propio andamiaje, al igual que la importancia del contexto histórico.
No obstante, el verdadero problema es que la obsesión de él se transforma de inmediato en el deseo de ella. Quizá ahí esté el quid de la bomba inicial: la explosión constante (light, sin embargo) de los enamorados… Pero ya es forzar lo intangible. Y esta vez, no hay un Daniel Day-Lewis para ponerse todo el sentido al hombro, como en Petróleo Sangriento (2007).
Las dos palabras del título remiten a una famosa tienda de discos de Los Ángeles en los 70 y al slang para los vinilos, con sus lados A y B reflejando las características de Gary y Alana -y probablemente las viñetas-. Sin embargo, la música que oímos (con pasajes de distintos géneros), apenas construye emociones internas. La magia prometida de Licorice Pizza reside solo en los primeros minutos y en su póster ilustrado.
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