Una mujer con alas de ángel y un body painting de la bandera palestina corre a través de Central Park mientras un grupo de policías de diferentes etnias la persigue a lo Benny Hill (sin cámara rápida). La gente, también de diferentes orígenes, ni siquiera mira la persecución. Al final, la chica parece acorralada, pero desaparece justo cuando sus enemigos se le arrojan encima. Esta y otras breves licencias para la fantasía no son moneda corriente en De repente, el paraíso, film del palestino con ciudadanía israelí Elia Suleiman, pero representan las metáforas más concretas de su silenciosa narrativa en forma de viñetas.
Dentro de una autoparodia y un canto a las situaciones absurdas y casi surrealistas que naturalizamos, Suleiman es un observador ultrapasivo, solitario. Apenas reacciona a las historias inverosímiles que le cuentan, pasajes continuados de violencia y opresión o eventos que parecen a punto de mandarlo al otro mundo. Y Suleiman hace de sí mismo, un director que, precisamente, está filmando “De repente, el paraíso” (o “El paraíso puede esperar”, según Gael García Bernal, quien acompaña a su amigo palestino en una de las escenas más simpáticas) como una comedia sobre la paz en el Medio Oriente.
¿Cuál es el momento para reírse en esta (meta) comedia? Prácticamente plana en su mecánica, la historia aspira a otra cosa, hecha diálogo en una visita del director a un productor francés: “Esto no es suficientemente palestino porque podría pasar en cualquier parte del mundo”. París y Nueva York (léase: el mundo occidental) son esos sitios donde la cultura palestina encuentra su extensión.
Suleiman presenta una poesía con altibajos que, aun así, se reconcilia con la esperanza: el paraíso es donde, de pronto, todos podemos hallar nuestro reflejo. Incómodo, sí, pero también necesario.
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