Crítica (especial): The Truman Show

Por Guadalupe Reboredo

Se estrenó en 1998 y todavía es objeto de análisis en el ámbito de la comunicación, la psicología y la filosofía, entre otros. La historia del reality donde todo está coordinado menos Truman, su protagonista, nos sigue fascinando e incomodando por reflejar, quizás hoy más que nunca, la obsesión por las pantallas, el éxito y las vidas ajenas. Un clásico que vale la pena volver a ver.

 

Reality y profecía

 

Lo primero que vemos es a Christof (Ed Harris), productor ejecutivo del programa, explicando que el espíritu del show es mostrar emociones reales: “Aunque su mundo y sus hábitos son, en cierto modo, falsos, no hay nada falso en Truman”. Y es que la estrella del reality, Truman Burbank (Jim Carrey), es la única persona en todo el set que no sabe que está siendo filmada; hasta su nacimiento fue televisado. Truman fue comprado cuando aún estaba en el vientre de su madre por la empresa que ideó el formato televisivo y, desde entonces, vive rodeado de actores, extras y cámaras en una localidad ficticia de Florida llamada Seahaven, donde hasta el clima, el sol y la luna son artificiales. Sus padres, su amigo de la infancia, su esposa… Todos son actores que trabajan las 24 horas, ya que el show nunca se corta y es un éxito a nivel mundial.

Truman tiene una vida mundana: se levanta temprano, saluda a sus vecinos, compra el diario, trabaja en una oficina como vendedor de seguros. Pero, un día, su rutina cambia: comienza a atar cabos sobre cosas extrañas que ocurren a su alrededor, desde la caída de un reflector del “cielo” hasta la radio que se desintoniza y empieza a relatar sus propios movimientos. Truman se plantea seriamente que la advertencia que una desconocida le hizo hace un tiempo puede ser real: todo es una farsa que gira en torno a él. Contra viento y marea, decide escapar.

 

Dirigida por Peter Weir (The dead poet society) y guionada por Andrew Niccol (Gattaca), esta película que se estrenó en octubre de 1998 arrasó con premiaciones y el visto bueno de los críticos, transformándose en un film de culto. Además, catapultó a Jim Carrey a la cima a los actores venerados, ya que demostró con creces tener la versatilidad suficiente como para protagonizar drama, género en que el que siguió incursionando. Vale resaltar, también, que la película salió antes que la primera edición de Gran Hermano (ni hablar de las redes sociales), por lo cual es considerada una historia profética, indispensable para leer al mundo de hoy.

 

La audiencia cómplice

 

Es imposible ver la historia de Truman sin detestar a Christof, el ideólogo. Impasible detrás de sus anteojos de lentes redondos, caracterizado con boina y polera, este genio del rating no vacila al argumentar que la estrella del show es, en verdad, afortunada por vivir en un mundo hecho a su medida, sin los horrores del exterior. Cuando finalmente decide que llegó la hora de hablar con su experimento, Christof le explica que su vida inspira y lleva alegría a millones de personas alrededor del mundo, por más que minutos antes haya barajado la posibilidad de matarlo con tal de no dejarlo huir del set. Así presentado, el productor ejecutivo del reality es la figura más perversa de esta historia, quizás el mayor responsable, pero no el único.

Uno de los aspectos más ricos del film es el de las audiencias. La vida de Truman es presenciada diariamente, a toda hora, por espectadores plenamente conscientes de las condiciones en las que ocurre la filmación. Aman a Truman, lo consideran cercano como un familiar o un amigo, incluso festejan cuando supera su travesía de escape pero ¿no son acaso los principales cómplices? El reality es un éxito gracias a la audiencia. El encierro y monitoreo de un ser humano se sostiene durante décadas gracias a la audiencia. Y a nadie parece importarle.

 

Primero está la necesidad de entretenimiento, el morbo que vende (los episodios más dramáticos son los que más rating cosechan), el sentir que alguien te acompaña, aunque sea desde una pantalla. Y después está la apatía: la última escena nos muestra a dos televidentes preguntándose qué habrá en otro canal; ya se olvidaron de Truman, ya lloraron, ya festejaron, acaban de ver el final… Ahora, a otra cosa.

 

De Gran Hermano al Big Data

 

El salto tecnológico de las últimas décadas fue veloz y sostenido, tan efectivo que asimilamos en menos de veinte años las redes sociales como parte de nuestra forma de vida, al punto de que hoy no nos sorprende que alguien tenga Facebook, Instagram y/o Twitter en su reloj. Internet se hizo masivo en los años 90, pero era raro tener conexión en la casa. En un lapso de aproximadamente 10 años, los hogares pasaron a tener internet con tiempo limitado, luego la ansiada banda ancha y, finalmente, el bendito wifi. Los primeros realities nos parecían lo más extraño que podía suceder en las pantallas cuando ni siquiera soñábamos con la TV on demand. Hoy, los modos de consumir y transmitir información cambiaron pero ¿es evolución sinónimo de progreso?

Mirar a los otros fue y sigue siendo una obsesión. No es una necesidad vital pero, a esta altura, es prácticamente imposible evitarlo. Tener presencia en las redes, ya sea para la autopromoción o el voyeurismo, se ha vuelto un mandato y una adicción. Es un modo de interacción social. Escapar es quedar totalmente (o en gran medida) afuera. Pero no sólo estamos mirando. No somos la audiencia de Truman; somos el propio Truman con la diferencia de que no nos han engañado: hemos vendido nuestro tiempo, nuestra imagen, nuestros gustos, nuestra información de hábitos e ideologías por decisión propia. Es cierto que desconocemos los alcances del Big Data, que creemos que no nos pueden leer con facilidad si sólo compartimos la foto de un gatito; pero pueden, y lo hacen.

 

No se trata de cosechar una paranoia imparable ni de esgrimir un manifiesto anti espacios digitales: nadie, ni siquiera lo más acérrimos outsiders, están al margen de un mundo hipermediatizado. Se trata, sí, de ser conscientes de que internet, en tanto estrategia militar de espionaje (ese fue su origen durante la Guerra Fría) y, luego, en el plano comercial, invadió cada rincón de nuestra cotidianidad. Nos sorprendemos con la vida artificial de Truman, pero ¿no nos ha pasado que decimos algo en voz alta y después el celular empieza a mostrarnos publicidades relacionadas? ¿No nos muestra Netflix el porcentaje de coincidencia en los contenidos que la propia plataforma elige como nuestras primeras opciones?

 

Hoy, el reality somos todos. Posteamos fotos de lo que comemos, nuestras mascotas, lo que consumimos (publicidad gratuita, ¿qué mejor que eso?), lo que pensamos. Y nadie nos obliga. Mostramos nuestra mejor versión, nuestro mundo feliz estilo Seahaven, pero las redes explotan cuando alguna celebridad cae en decadencia y los medios de comunicación hacen dulce de leche con las desgracias. Sabemos que es terrible, pero queremos verlo; las audiencias somos todos.

 

Control y seguridad

 

Además del entretenimiento, la interacción virtual, los modos de consumo, de trabajo, etc., la tecnología pasó a ser protagonista de lo que se conoce como seguridad, es decir, el resguardo de la propiedad privada y la propia vida (podríamos debatir qué tipo de vidas). Ha pasado a protagonizar el control social, entiéndase, la no alteración del orden. Y, una vez más, respondemos con complacencia a las cámaras que nos vigilan.

Truman no puede escapar de las cámaras: primero no sabe de su existencia, después no sabe dónde se ubican. Necesita esconderse para recortar una revista, hacer un llamado y, finalmente, abandonar la isla. No hace falta ser terrorista para sentir la necesidad de esquivar el control de la tecnología: la falta de privacidad es, consecuente e inevitablemente, cercenamiento de la libertad. Pongamos de ejemplo al padre que se va de vacaciones y deja a su hija adolescente en casa: es útil monitorear desde el celular las cámaras de la entrada, sólo que, en lo que se está fijando, es en que el novio no se quede a dormir. No se trata de un fundamentalismo en contra de ciertas medidas preventivas o de negar que, en más de una ocasión, la tecnología pueda colaborar en términos de control y seguridad. Pero la contracara, aun con ejemplos minúsculos, puede ser muy dura si seguimos abonando el panóptico.

 

Cuarentena y virtualidad

 

En tiempos de pandemia, las redes colapsaron en varias oportunidades. Es que, paradójicamente, la exposición crece en relación al aislamiento. Hay un otro detrás de la cámara y, si algo quedó demostrado, es que somos seres sociales: necesitamos estímulo y respuesta, aunque sea virtual. Si no somos partícipes activos de la interacción, igual queremos saber qué está pasando, ver historias, vivos, posteos, sorteos, encuestas. ¿Es real? Claro que sí. Es una forma de relacionarse. Negarla o menospreciarla sería de una soberbia y una incomprensión similar a llamar “caja boba” al televisor. Son nuevas formas y llegaron para quedarse, pero no podemos perder de vista que hoy las redes son los nuevos realities, una realidad aumentada, mediatizada, seleccionada dentro de una internet donde se hace difícil navegar: se surfea.

 

The Truman Show es anterior a muchas de las herramientas tecnológicas que nos rodean, pero ya planteaba interrogantes que siguen en nuestros días: hoy, hay millones de Truman y billones de espectadores.

 

Artículo originalmente publicado en El País Digital

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