“Tortuga marítima”, “¿tiene fuego?”, “conozco un grupo de personas que resuelven problemas de toda clase”… Esas y más frases ya no solo pertenecen a Los simuladores, serie que, entre 2002 y 2004, marcó una renovación de la TV argentina, sino también a la propia sociedad.
En las redes sociales, esas palabras resurgen cada tanto y van acompañadas de memes, gifs y otras imágenes. Los personajes de Mario Santos (Federico D’Elía), Emilio Ravenna (Diego Peretti), Pablo Lamponne (Alejandro Fiore) y Gabriel Medina (Martín Seefeld) nunca desaparecen por completo, en lo que parece un homenaje a su forma de proceder marcada por el propio Szifron en los DVD de sus primeras y, por ahora, únicas dos temporadas: son personas misteriosas, que se asemejan a superhéroes por su origen oscuro y habilidades multifacéticas.
Pero estos hombres tienen distintas personalidades, repletas del humor que, más que comic relief, se convierte en un modus operandi de cada uno de sus “operativos”, esas acciones llevadas a cabo para resolver acertijos de la vida cotidiana.
Claro, porque Los simuladores, ópera prima de Damián Szifron, no fue (es) una saga de detectives, policías ni científicos, ni tampoco de resolución de los grandes temas del mundo o del país. Más bien se trata de una combinación de todos esos aspectos para lograr algo más.
Al rescate de la pequeñez social
Desde una separación hasta la aprobación en tiempo récord de una serie de exámenes, desde la impotencia sexual del presidente de la nación hasta la presentación en sociedad de una familia de bajo estatus, y desde un comisario corrupto hasta un despido injusto, un hombre que golpeaba a su esposa o una mujer explotada por una agencia de modelos, los simuladores están allí.
Sea en una mesa de la cúpula de un edificio o en un sitio público, todo comienza con la investigación de Medina, prosigue con la organización de la logística mediante el plan de Santos, continúa en la caracterización de Ravenna (generalmente con su famoso Máximo Cosetti que lidera a los personajes de sus compañeros) y se extiende en el manejo milimétrico de los recursos obtenidos por Lamponne (al que casi ningún objeto o lugar se le resiste).
¿El objetivo? Resolver las problemas de sus clientes mediante simulacros y, de paso, engañar y castigar a los que merecen ser engañados y castigados: puede ser con la llegada de un diplomático supuestamente importante, un juicio internacional, una convocatoria del premio Nobel, una invasión alienígena… Todo destinado a resolver un problema doméstico.
¿Tan importante eran esos problemas? Sí. O, al menos, Szifron logra hacernos creer que sí. Es que, ¿qué otra ayuda necesita el ciudadano al que se le presenta un obstáculo social? Si el Estado no responde, si las entidades privadas se esconden, si el amor es una cosa realmente difícil de alcanzar, el artificio es la respuesta.
Claro está, los simuladores no son santos, sino trabajadores y, como tales, se les debe pagar (incluso hasta el doble de lo que le presupuestan al cliente). Pero, y aquí hay un punto central, tienen ética: no aceptan cualquier caso, no responden a los corruptos, no se embarran -aunque siempre están al límite- en cuestiones ilegales.
Curiosamente, ningún simulador siente culpa por resolver la situación con un engaño, sea chico, grande o inmenso. Además, mientras algunos temas como la facilidad del éxito, la agresión o la corrupción particular y empresarial tienen su cierre discursivo, otros permanecen con sus puertas abiertas.
Por ejemplo, Medina se pregunta si es ético restaurar el amor de una pareja mediante un simulacro, pero los capítulos pasan y la cuestión no resurge. ¿El fin justifica los medios? Casi, porque, en este caso, el fin se puede entender como algo justo –y hasta generoso- para con la gente que realmente lo necesita. Y, en el caso de que esa gente se arrepienta tras la resolución -como le sucede al abogado Zarazola-, la cosa ya está juzgada, el pago debe hacerse y el cliente es capaz de comprender mejor el rumbo de su vida.
Algo más: algunas de las personas asistidas por los simuladores deben colaborar con ellos en los próximos casos. Entonces, se entiende un gran porqué del éxito de una serie que forma una cadena tanto narrativa como estética, donde las reapariciones de los personajes expanden la respuesta a los distintos casos: todos pueden ser “simuladores”, no se necesita experiencia previa ni títulos (a pesar de que ellos sean multilingües y ostenten conocimientos dignos de tres o cuatro carreras).
La irrealidad verosímil
Es necesario hacer un alto: a nivel actoral, y salvo Peretti y algunos de los invitados, Los simuladores nunca terminó de descollar. Más allá de varios Martín Fierro, no hubo ascensos significativos para D’Elía, Seefeld ni Fiore. Peretti fue el único que “la rompió” y alcanzó otros niveles en películas como Tiempo de Valientes (2005, y nuevamente bajo la dirección de Szifron), Música en espera (2009) y Wakolda (2013).
¿Esto quiere decir que la serie ejerce una (irónica) mentira en el imaginario social? No, simplemente el guion pone a cada uno en su lugar, sin ambiciones desmedidas ni recursos técnicos que agrandaran sus interpretaciones. Con poco, y con una teatralidad de las series de otras épocas (de la que Szifron bebió) mezclada con matices modernos, el grupo se abre paso a lo grande.
Por eso, apenas existe una evolución de los personajes. Por eso, el timing de los gags de carácter norteamericano y chistes junto con algún que otro estereotipo nacional para salir de la inocencia, sin caer en la provocación barata. Volver a las bases fue su propuesta, actualizarla de manera concienzuda y limitada de acuerdo a los recursos disponibles era la intención. Si se podía hacer más, se hacía más, como cuando los cuatro hombres se dirigen a las mismísimas oficinas del FBI para ejecutar un rescate.
La realidad es que al menos la mitad de los operativos asoman fantasiosos. Sin embargo, Szifron consiguió ser verosímil mediante dos claves: la primera, el manejo más que correcto del lenguaje cinematográfico para entender el trazo grueso de las historias y sus secuencias. Pueden aparecer planos de más, desprolijidades técnicas, giros de telenovela o vacíos de guion, pero el proceso de construcción está claro, y hasta se permite una trama paralela (Milazzo) que pone en práctica elementos del thriller sin despeinarse.
La segunda, el diálogo de los propios personajes, que, con pocas palabras, quiebran la cuarta pared: “si está bien hecho, es verosímil”. La fantasía se apaga algunos segundos para decirnos que estos operadores son gente común y que, simplemente, recurren a dos de los valores más dilapidados por el ser humano: el pensamiento crítico y la acción ética.
Situemos los conceptos en los 2000: ¿no eran algo ideal en un país apaleado por el ventajismo, el consumismo, la corrupción y la idealización yuppie? Los simuladores estaba bien hecha.
Simulando el país
Pero, cual si fuera un meta-operativo, los simuladores también ejercieron como recuperadores de un orgullo nacional que parecía haberse perdido durante toda la década de los 90, justamente aquella a la que Santos tanto detesta. Su mecanismo es sencillo: en gran parte de los episodios, aparece un edificio, un área o un símbolo directamente asociado con lo argentino. Y la inteligencia de esto radica en hacer uso de esos lugares, uno mínimo, pero uso al fin.
Santos cita a sus clientes en lugares que iban desde la plaza de mayo hasta las cataratas del Iguazú, pasando por el Café Tortoni, el cerro Fitz Roy, los pueblos del interior y la cancha de Boca. Pueden aparecer minutos, pero, con el correr de los capítulos, su intención es cada vez más clara.
Por supuesto, nada de esto es casual: la Argentina acababa de salir de una de las peores crisis de su historia y todavía pataleaba para salir a flote. Qué mejor, entonces, que ofrecernos nuevamente aquello de lo que no se hablaba, de lo que, al igual que hacen los italianos con el Coliseo, se daba por sentado. Si la narración se encamina a lo largo y ancho de esos dramas pequeños y domésticos, el ambiente hace lo propio mostrando retazos de ese territorio que luchaba por la revalorización.
Claro está que las comedias y los dramas bien contados son universales. Por eso, poco importaba si el operativo se desarrolla en la ciudad de Buenos Aires o los pueblos de Entre Ríos y la región pampeana: los problemas están en cualquier lugar del país e, incluso, en el exterior y en múltiples idiomas. Y aquellos incluyen una variedad de actores y figuras del espectáculo que, o bien empezaban a destilar su talento por aquel entonces, o bien se estaban consolidando, o provenían de años destacados de la cultura. Los actores Oscar “Cacho” Espíndola, Santiago Bal y Rolo Puente, las actrices Mónica Villegas, Érica Rivas e Hilda Bernard, y el pianista Mariano Mores son solo algunos de esos nombres.
En consecuencia, la serie se transforma en un producto absolutamente equilibrado, con un espíritu tan nacional como deslocalizado. No por nada fue adaptada en países tan dispares como Chile, España, México y Rusia.
El mismo tono adopta la música. La introducción tiene a “Cité Tango” de Piazzola marcando de entrada la identidad de la serie, pero los desarrollos poseen a Mozart, Barbara Streissand, The Beatles, Abba y Sandro, entre otros temas de jazz, pop y electrónica de los 80 para atrás.
Otra vez, el ocultamiento de los años 90 signados por la globalización y el nuevo modelo neoliberal destinado al fracaso; y, otra vez, la restauración de gustos para nada alejados de los argentinos, junto con actores y figuras que habían dejado huella y que merecían su reconocimiento mostrándolos en pleno trabajo. Un combo de película.
Podemos decir que esta es la subjetividad de Szifrón, una que también se refleja en los monólogos de Santos, que sus colegas no terminan de tomar en serio para evitar una “amargura” (un discurso) que opaque el trabajo. Pero el éxito de Los simuladores –y su recuerdo de calidad– es la prueba cabal de que la estructura afectó gratamente al espectador.
Los simuladores: el legado
A costa de parecer un comparación prohibitiva, Los simuladores son los Simpsons argentinos. Su difusión en las redes sociales, sus frases y sus gestos demuestran una identificación ineludible. Además, la creación devino la última gran serie argentina en una época que, afortunadamente, tuvo nuevos exponentes en Vientos de Agua (2006), de Juan José Campanella, y en Hermanos y Detectives (2004), otra serie con la marca de Szifron.
Luego hubo éxitos menores, como Entre Caníbales y El hombre de tu vida, pero estas producciones fueron obra de Campanella y no del propio Szifron, quien avanzó hacia el cine con un par de grandes éxitos (incluyendo la poca inspirada Relatos Salvajes). Luego, llegó a Hollywood, donde iba a dirigir El Hombre Nuclear, pero finalmente quedó afuera de la producción.
En la actualidad, se espera una película de Los simuladores. La intención de hacerla fue confirmada por los propios actores. Hasta ahora, lo último que se vio del grupo comandado por Santos fue un sketch en la inauguración del estadio de Estudiantes de La Plata en 2019. En pantalla grande, los hombres realizaron su último -y sorpresivo- operativo.
Podrán no haber evitado un nuevo colapso económico y social del país, y podrán haber durado poco al comienzo de una década que, como la de los 80, sumía a la población en la esperanza. No obstante, su lección quedó impregnada y, hoy día, muchos aguardan una nueva misión. Porque el fuego siempre puede reaparecer, siempre que alguien esté dispuesto a encenderlo.
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