“Siéntese, por favor”, “muchas gracias”, “no rompa las pelotas”, “le agradezco”, “un placer”. La serie Il commissario Montalbano, basada en el personaje creado por Andrea Camilleri (uno de los máximos exponentes del policial negro), no se puede resumir en su repetición de esas oraciones, pero su éxito nace de ellas, símbolos de la cotidianeidad de las pequeñas urbes de Italia. En este caso se trata de Vigata, ciudad ficticia de la región de Sicilia.
La saga comenzó en 1999 con guiones del propio Camilleri y, hasta hoy, continúa en el canl Europa Europa. El rodaje actual consta de un par de episodios por año. En ese marco, solo hubo dos cambios en el personaje de la novia del comisario, Livia. El resto del elenco sigue exactamente igual, como esa tranquilidad que solo parece hallarse en los atardeceres del sur italiano. Y en esa continuidad, hay cuatro pilares.
Construyendo la visión de un detective
El primer pilar es nada menos que Luca Zingaretti, quien encarna al comisario Montalbano, hombre tan temperamental en sus relaciones personales y profesionales como racional y sensible (sin falso sentimentalismo) en sus juicios éticos al momento de investigar. ¿Y de qué forma atrapa Montalbano al espectador? Sucede que no solo lleva adelante la historia, sino que, cual estrella en el universo, genera todos los personajes “coordinen” sus movimientos alrededor suyo. Es un imán, un organizador y un detective que logra estar por encima y -a la vez- al mismo nivel que sus subordinados, en una fluidez dramática poca veces vista.
Además, la austeridad en los planos fílmicos y el guion es clave. Pero es una austeridad entendida desde lo verídico y la estética de las charlas del detective con allegados, testigos, víctimas y diversa gente del pueblo. No hay ningún efecto, revelación fílmica ni golpe musical: todo se desenvuelve de a poco y consigue la participación del público casi como si fuera un vecino más de Vigata.
En este sentido, la calidez de este sostén crece en intensidad con la segunda columna de la serie: Montalbano resuelve casos que hablan tanto de lo contemporáneo de Italia como de la recuperación cultural de su historia moderna. Así rotan su aparición la mafia siciliana, el tráfico de personas, las pasiones latinas que desencadenan crímenes y hasta la estructura misma del poder, encarnada en jefes de policía que siempre parecen a punto de estallar cuando los asuntos no avanzan. Sobre esto último, Montalbano se presenta sumiso, acatando las órdenes y esperando el momento oportuno para concluir la investigación y demostrarse a él mismo que tiene razón (jamás un “te lo dije”). Esa humildad construye una parte esencial de la simpatía y, por tanto, el “agarre” del comisario.
En la obra intervienen, además, elementos del policial negro. Sin embargo, la flexibilidad para tratar con los delincuentes menores, testigos o un poco de whisky o infidelidad no convierte al protagonista en un hombre decadente. Tampoco su búsqueda de información en los jerarcas de la cosa nostra lo sitúan codo a codo con los códigos de la ilegalidad. Y, entonces, allí reside otra subcategoría: el comisario mira, observa, experimenta, pero una vez descubiertas, nunca se contamina de las razones que puedan tener los victimarios para justificar sus acciones. Montalbano practica la justicia desde el manual del derecho como desde el peso moral, donde los grises conviven mientras convencen al espectador.
La tercera cuestión está ligada con las anteriores, pero posee un halo propio en cada trama. La tragicomedia es dinámica, en el sentido literal de la palabra. Con cada viaje, charla, revelación o directivas, las historias de la gente y sus relaciones personales -vayan para el lado del “bien” o del “mal”- se mezclan en una suerte de reflejo de la condición humana, siempre sujeta a cambios sociales y de su comunidad. Hay ejemplos de sobra: el hombre que ayuda a una antigua amante a saldar deudas con un usurero, una sueca (la omnipresente e inefable Ingrid) que se ve en un enredo mortal del que luego se burla, el FIAT viejo que Montalbano no quiere abandonar y que pinta más que cualquier otra cosa su equilibrio y adaptación entre la tranquila existencia de Vigata y el ejercicio de la ley.
El cuarto lugar de apoyo de esta obra reside en una filmación que mantiene el ritmo de un caballo al trote. Los planos secuencia sirven, en gran medida, para mostrar el dominio que Montalbano ejerce en su órbita profesional, en tanto la serie se desenvuelve en planos y contraplanos durante los tiempos de avance o reflexión de los personajes. ¿Vistas panorámicas? También las hay, bien para apreciar las cristalinas playas sicilianas, bien para reforzar ciertas intuiciones que el detective destila en el análisis de un caso.
El humor es teatral: el plano está quieto y los contendientes se enzarzan en diálogos que retornan al principio, o a una decisión, gesto o comentario del comisario respecto de aquél. Las dotes de Zingaretti para el histrionismo también aparecen en estos pasajes.
Una joya mediterránea
Por otro lado, al fondo de cada escena, los paisajes calmos del pueblo y el agua cobran una relevancia que esquiva los lugares comunes de otras creaciones. Hablan, explican, no distraen; el mar indica el límite de la experiencia de Montalbano, quien se rehúsa a dejar el confort de la isla, sabiendo que sólo con su micromundo alcanza y sobra. Es ese límite el que aumenta la empatía con el espectador, cuya sorpresa o predictibilidad para con el final de un capítulo no importa más que el desarrollo del mismo. Y allí radica la universalidad de la serie.
“Parece que nuestro inspector forzara la relación entre las pistas a modo de excusa para recorrer las hermosas locaciones de Vigata”, reza un comentario en el foro de Subadictos.com, web dedicada a las series de cualquier origen. Es cierto: a veces su intuición parece saltarse un paso de la lógica, pero la vista goza de los trayectos. Son las visitas a los rincones playeros y extensiones asfálticas y locaciones semidesérticas las que contextualizan y dan relieve a cada personaje. Ahí surge la inocencia del agente Catarella; el sufrimiento cómico de Mimí (subalterno de Montalbano y mujeriego con ganas de sentar cabeza); y la responsabilidad de Fazio, joven que complementa a su superior en una especie de juego de amigo/aprendiz.
El comisario Montalbano se constituye en reflexión fraternal entre tantos detectives que, más allá de tener éxito fílmico, se alejan del trato cotidiano. Montalbano parece interrogar a quien lo ve: “¿por qué no nos reímos o lamentamos de nuestros errores juntos?”.
Y, en el marco de esa pregunta, entabla diálogos con su maestra de la infancia, su amigo del restaurant, el atento portero de un hotel o el médico forense, que no duda en retomar la frase que señala todo menos enemistad: “le contesto una pregunta más si me promete que, después, me deja de romper las pelotas”. Sucede que el forense no puede interrumpir su pasión, el póker, así como el comisario no puede alejarse del pueblo y el sentido recíproco que ellos ejercen, acompañado de una elegante y contundente banda sonora que surge en los instantes precisos.
Pasa en la vida, escenario donde cada uno es actor, pasa en Vigata (no en TNT), donde nadie es alguien sin Montalbano, compañero, reflexivo, audaz, amante, egoísta, habitante… En fin, persona.
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