Crítica (especial): Harry Potter and the Sorcerer’s Stone

Por Emilio Gola

20
años atrás, la magia llegaba al cine… En realidad, la magia ya había tenido muchos capítulos en la historia universal del cine. De Mary Poppins (1964) a Shrek (2001), pasando por Labyrinth (1986) y Hook (1991), muchas películas habían entregado de una u otra forma su dedicación a los encantamientos, las fantasías y las vestimentas más inspiradoras. Sin embargo, esta vez había otro nombre en el firmamento: Harry Potter and the Sorcerer’s Stone.
 

La saga literaria de Harry Potter ya estaba en el boca a boca de aquellos niños y adolescentes que vivían el último tramo de los 90, pero el fenómeno -la construcción de una comunidad mundial capaz de competirle de igual a igual a la de Star Wars (1977)-, no era algo concreto. Faltaba un engranaje, y eso iba a ser el film dirigido por Chris Columbus y protagonizado por Daniel Radcliffe, Ruper Grint y Emma Watson.

¡Lumos!

 

Como en toda gran producción, el camino no se concretó de un día para otro, pero fue muy diferente al de Star Wars. Mucho tuvieron que ver la época y las nuevas tecnologías para filmar e incluir efectos especiales, y también la propia creadora de los libros, J.K Rowling. Además, parecía que, después de una década marcada por films tan legendarios como trágicos, oscuros y experimentales, el mundo estaba listo para otra de esas aventuras inspiradoras del estilo de Back to the Future (1985), Raiders of the Lost Ark (1981) o The Goonies (1985).

 

No obstante, ¿cómo presentar una película de magos que no resultara infantil o demasiado parecida a los clásicos de los 80? Todo empezó en 1997, cuando el personal de Heyday Films le sugirió al productor David Heyman adaptar la saga a la gran pantalla. Heyman fue a la Warner Bros. y en 1999, Rowling vendió los derechos de los cuatro primeros libros por alrededor de 1 millón de libras esterlinas. Hasta allí, ningún problema, pero el rumbo de Harry y sus amigos pudo haber sido muy distinto a partir de la elección del director.

Steven Spielberg y Terry Gilliam, dos exponentes del encanto mágico que puede destilar el cine, estaban en carrera para dirigir el film. Sin embargo, a Spielberg -que quería hacer una animación en vez de un live action– no le terminó de interesar y Gilliam quedó descartado por Warner. Entonces, apareció Columbus: sus intenciones marcaron lo que pronto sería un clásico y una mina de oro (más de mil millones de dólares a nivel mundial a partir de un presupuesto de US$125 millones).

 

Como hiciera George Lucas para conceptualizar Star Wars, el director de películas familiares como Home Alone (1990) y Mrs. Doubtfire (1993) se inspiró en los recursos del pasado, en films como Great Expectations (1946) y Oliver Twist (1948), e incluso en el diseño de The Godfather (1972). La idea era diferenciar el mundo mágico del muggle a través del color y el detalle. Columbus tomó algo que cada tanto se vislumbraba en los libros para plasmarlo con contundencia en la pantalla.

 

La decisión estética y el conocimiento narrativo de Columbus y su guionista, Steve Kloves (Racing with the moon, The fabulous Baker Boys), dieron forma al rodaje junto con la frescura de una nueva generación de actores que se combinó con la experiencia de leyendas en papeles bien desarrollados: ahí estaban Richard Harris, John Hurt y Maggie Smith, acompañados por Alan Rickman y hasta John Cleese. Todos británicos, como había exigido Rowling, clave en el diseño de producción para transmitir su pequeño gran mundo.

 

Y la luz se terminó de materializar con un equipo profesionales del séptimo arte que, dada su trayectoria, permiten entender por qué Harry Potter logró envolver al espectador como pocas veces se vio. Además de tener a Nick Dudman (Star Wars: The Phantom Menace), en maquillaje y efectos de criaturas, la producción acudió a Jim Henson’s Creature Shop, compañía de efectos especiales fundada en 1979 por el creador de The Muppet Show.

 

Asimismo, Industrial Light & Magic (fundada por Lucas y creadora de efectos para clásicos como Star Wars, Jurassic Park, Indiana Jones y hasta films de Woody Allen) participó en la cara del antagonista Lord Voldemort, mientras que Sony Pictures Imageworks se ocupó de las escenas de Quidditch, el deporte de los magos. Para cerrar esta mancomunión, John Williams compuso la música, una que, como suele pasar con sus obras, se ganó un lugar propio.

 

Aunque Columbus sufrió el rodaje por temor a cometer un error que tirara todo abajo, el conjunto devino una marea de decisiones acertadas, de rodajes tan divertidos como profesionales, y de una comprensión cabal de lo que se estaba haciendo.

Desde la casa en Privet Drive hasta el callejón Diagon, pasando por el impresionante colegio Hogwarts, los vuelos en escoba y el tren que salía de la plataforma 9 3/4 (otro indicio absurdamente mágico si los hay), La piedra filosofal llevó al público por una estructura similar a las de los 80, pero que unía lo mejor de anteriores producciones familiares y las sombras del libro en un terreno amplio, conectado y cautivante.

 

Fue -y es- una amalgama sutil y hogareña, de esas que rescatan valores (¿tan conservadores como necesarios?) y los hacen “gotear” de a poco a través del guion. “No estoy volviendo a casa” se convirtió en el lema final de una película que, en otro acierto, hizo salir tal frase de la boca del propio Harry, con la partitura de Williams dando el último toque. La casa, claro, ahora era Hogwarts, no solo para los personajes, sino también para quien estaba viendo.

 

Al respecto, el famoso crítico Roger Ebert afirmó: “Durante el visionado estaba bastante seguro de que era una clásico, uno que perduraría por un largo tiempo y crearía generaciones de fans”.

 

Película vs. libro

 

Siempre está mal comparar un texto con un audiovisual. Son dos formatos distintos por más de un motivo. Pero sí es verdad que una adaptación a la gran pantalla no debe alejarse demasiado de la idea central de su referencia. De otro modo, la misma idea de adaptación dejaría de tener sentido.

 

La primera entrega de Harry Potter recibió comentarios acerca de su alejamiento de ciertos factores de la novela, e incluso de omisiones o cambios de orden respecto de aquella. Pero, quizás como pocas veces en la historia, el film logró separarse del relato escrito, sobrepasarlo y, al menos en ese entonces, convencer al mundo de que cada disciplina del arte tiene su espacio.

En pocas palabras, Harry Potter y la piedra filosofal tomó la atmósfera creada por Rowling y le aplicó un esfuerzo tan mágico como el que se veía en los libros que, para ese entonces, ya habían alcanzado el cuarto capítulo de la historia.

 

Columbus, Kloves y Rowling enfocaron sus habilidades en una introducción evolutiva de ese mundo y, a lo largo de dos horas y media (alrededor de 40 minutos más en comparación con varios clásicos de los 80), permitieron que el asombro del público fuera consecuencia en vez de efecto. Al igual que películas como Spider-Man (2002) o The Thing (1982), la aparente temática principal de Harry funcionó como excusa para develar una tensión dramática en la vida de sus protagonistas, es decir, la fuente de toda buena obra de arte.

 

Encantamiento eterno

 

Con conceptos en su justa medida, la saga se convirtió en un cohete desde su primera entrada y no se detuvo. Y no solo generó un universo en sí, sino también la retroalimentación con los libros que, hoy día, mantienen su éxito en todo el planeta.

 

Además, La piedra filosofal dio pie a siete secuelas, los spin-off de Fantastic Beasts, 16 videojuegos y parques temáticos en los estudios Universal, tours en los estudios Warner Bros., exposiciones en Inglaterra, la convención LeakyCon, visitas guiadas por las locaciones de los relatos, audiolibros y hasta estatuas.

Por otro lado, la franquicia se ubica como la tercera más taquillera de la historia, solo superada por Star Wars (que logró volver al segundo puesto gracias a la última trilogía) y el Universo Cinematográfico de Marvel.

 

Es que, a diferencia de las galaxias muy lejanas y los superhéroes traídos al nivel del ciudadano de a pie, Harry Potter invita a un mundo paralelo que parece estar siempre bajo nuestras narices. Esa conexión implica un hechizo casi imposible de romper que, además, contiene otro de los mensajes fundamentales de la serie: la protección de que es capaz el amor en sus diversas formas.

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