Desayuno en Tiffany; la referencia a la joyería nos da la impresión de que se trata de una historia banal, y el hecho de que actualmente se pueda desayunar allí como una atracción turística obligada de Nueva York redobla ese estigma. Pero estamos lejos de la esencia de este clásico de Hollywood.
La historia de amor entre la enigmática Holly Golightly (Audrey Hepburn) y el bohemio escritor Paul Varjak (George Peppard) en 1961 entretiene y emociona al tiempo que nos confirma por qué Hepburn quedó entre las grandes: brilla en la pantalla y se luce como cantante entonando Moon River, canción que le valió un Oscar y que suena incesantemente durante las casi dos horas que dura la película.
El personaje de Holly tiene puntos en común con Blanche DuBois, la presumida y desequilibrada cuñada de Stanley Kowalski en A streetcar named Desire (1947). Aunque Holly resulta mucho más simpática, también delira con la alta sociedad, se codea con las personalidades más adineradas de Estados Unidos y espera casarse con un millonario. Su apariencia, siempre elegante, podría engañar a cualquiera, pero lo cierto es que Holly no pertenece a la élite; por el contrario, sostiene su modo de vida gracias a sus múltiples citas, a las que siempre logra sacarles dinero. Así es como accede a sus vestidos, sus joyas, sus sacos y sombreros, dándole vida a una estética que influiría en toda una generación.
La historia comienza cuando Paul se muda al mismo edificio que Holly y enseguida queda fascinado por su extravagancia: a ella nada parece importarle demasiado, ni siquiera le pone nombre a su gato porque “nadie nos pertenece” y, además, es inmune a los retos del administrador del inmueble, harto de sus fiestas locas. Pero, por otra parte, la joven carga un halo de tristeza. “De repente, uno tiene miedo y no sabe por qué. Cuando me siento así, lo único que me ayuda es subir a un taxi e ir a Tiffany”, le confiesa al escritor. Sabemos, entonces, el porqué del título.
Una escort y un gigoló
La novela de Capote es mucho más explícita respecto a qué se dedica Holly: es una escort, es decir, una acompañante –suponemos que con encuentros sexuales- de alta gama. La película suavizó notablemente las acciones del personaje principal (en el libro, además, Holly es bisexual y se comenta que tuvo un aborto) pero queda claro para cualquier espectador atento: la joven no tiene trabajo ni herencia, pero vive en Manhattan. En resumidas cuentas, estamos hablando de una especie de mujer bonita que, a diferencia de Julia Roberts, no busca amor; de hecho, lo rechaza.
Para sumar ingredientes al personaje, nos enteramos de que creció huérfana, sólo en compañía de su hermano, y se casó a los 16 años con un campesino muy mayor que ahora viene a buscarla.
Holly escapó a Nueva York porque sueña con otra vida, con lujos y holgura, aunque eso signifique estar sentimentalmente sola. Lo impactante es que lo confiesa sin reparos, cree (o sabe) que, como mujer salida de la nada, no podrá no depender del dinero de los hombres. Siguiendo como espectadores el ojo de Paul, sentimos rechazo hacia las pretensiones de Holly pero ¿no es acaso lo que se nos ha enseñado a las mujeres desde siempre? ¿No es aún hoy, 2020, señal de triunfo que una mujer consiga una pareja adinerada? El amor está menos valorado que el dinero; será tarea de Paul hacerla cambiar de opinión.
Sin embargo, Paul lleva una vida muy similar a la de Holly, con la diferencia de que, como hombre (es decir, con un porcentaje mayor de probabilidades de sustentarse), sabe que será temporal: oficia de amante de Emily (Patricia Neal) una mujer casada que lo mantiene. Paul se dedica a escribir mientras su proveedora cubre todos sus gastos. Cuando logra publicar una de sus obras, el joven escritor termina el vínculo con Emily, dispuesto a ganar el amor de Holly, sin saber que ella ya encontró un millonario brasilero por el que pretende dejarlo todo.
Los vínculos con la mafia
Otro aspecto interesante de la película es la vinculación de Holly con la mafia italoamericana. Su ambición la lleva a trabajar como nexo entre el capo del narcotráfico Sally Tomato (Alan Reed) y sus secuaces. Su tarea es visitar a Sally en la cárcel y llevarles un mensaje encriptado a sus seguidores, motivo por el cual termina teniendo problemas con la ley. Paul llega a acompañarla al penal en una ocasión, lo cual demuestra que, aunque se nos presenta como mucho más centrado que su amada, en realidad vive en la misma nube de ensoñación.
La aparición de la mafia es un signo de época, ya que cinco grandes familias de inmigrantes protagonizaron las disputas mafiosas en Nueva York en los años 50, 60 y 70, inspirando hitos del cine. Se mezcla así el perfil policial de Capote con el exquisito tinte romántico de esta historia.
Lo mejor del género
Desayuno en Tiffany tiene todo los componentes de la comedia romántica: los desconocidos que se enamoran, el beso tan esperado, un conflicto que interrumpe el devenir lógico de la pareja, el reencuentro. Pero además de ser un deleite para los sentidos esta historia presenta interrogantes que sesenta años después no podemos responder: ¿es mejor la seguridad del dinero que la belleza del enamoramiento? ¿Qué define a una “mujer bien” y qué implica no serlo? ¿Hay un rol determinado que deben cumplir los hombres?
Si bien es cierto que Holly es la joven desamparada y solitaria que finalmente es rescatada por Paul (claro paralelismo con el gato sin nombre abandonado en la calle hasta su rescate en la escena final), Desayuno en Tiffany es mucho más que el clásico argumento de las princesas de los cuentos, tan cuestionadas hoy en día. Porque, al fin y al cabo, Holly y Paul se rescatan mutuamente, porque ambos priorizan vínculos afectivos por dinero hasta que encuentran el amor, porque Holly podía seguir viviendo como lo había hecho siempre, sin pertenecer a nadie, buscando una billetera que la cubriera.
Es una historia de amor que parte del desamor, de la negación, de personajes que consideran a las personas como fines para algo, y no como un fin en sí mismo. Esa es la originalidad de esta historia, porque Holly no sueña con el amor de su vida y Paul tampoco, pero se encuentran, por suerte.
Artículo originalmente publicado en El País Digital
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